Leandro tenía mucho miedo de quedarse solo de noche, pero nunca lo hubiera confesado. A los diez años, se sentía demasiado grande para pedirles a sus padres que no salieran. Lo cierto es que cuando se iban, todo a su alrededor se volvía amenazador. Le parecía ver Cosas por el rabillo del ojo. Si daba vuelta la cabeza para mirarlas de frente, las Cosas desaparecían. Quedarse en su cuarto, sobre todo, le resultaba intolerable. Taparse la cabeza con la frazada era todavía peor: los monstruos que se imaginaba podrían encontrarlo así, sin que él pudiera verlos llegar.