Manuel Mujica Lainez, o el lector cómplice (1)

Entre los cuarenta y dos relatos de Misteriosa Buenos Aires que, a modo de un vasto tapiz, despliegan la historia de la ciudad desde su fundación hasta los primeros años del siglo XX(2), descuella uno que sume al lector en el hondo deleite que invariablemente provoca la obra de impecable factura. Nos referimos a “El ilustre amor”, cuento al que procuraremos aproximarnos a través del presente trabajo.
La anécdota, muy breve, se desarrolla en 1797, en oportunidad de celebrarse, con la pompa que la dignidad del personaje exige, las exequias de Don Pedro Melo de Portugal y Villena, quinto virrey del Río de la Plata. La na-rración se inicia en el momento en que el cortejo, solemne y coruscante, se aproxima al caserón –cuya austera fachada se abre sobre la Plaza Mayor– en que habita Magdalena, la protagonista. Atisbando por el postigo entreabier-to, la mujer escucha el acompasado murmullo de las preces y observa el lento avance de los diáconos, rígidos bajo las vestiduras sacras como suntuosos escarabajos. La vacilación y la duda la atacan con recias dentelladas. Recorre, titubeante, los sonoros aposentos, una y otra vez. Una y otra vez, torna a asomarse, nerviosa, a la ventana: sin esfuerzo, el lector adivina las palmas sudorosas, el temblor en los labios, la opresión en el pecho. Por último, con desesperación de náufrago, se zambulle en la humana marea que invade la plaza, por sobre la cual emerge el féretro, que “se balancea como una barca”.
Ignorando rangos y jerarquías, el rostro bañado en lágrimas, Magdalena se entremezcla con prelados impasibles y dignatarios sorprendidos. Ninguno osa amonestarla: el dolor de la mujer sella los labios y cercena todo gesto de rechazo o de censura. Por otra parte, el llanto que Magdalena vierte en profusión parece alimentar instantáneamente la feraz semilla de las habladurías, que se propagan, dilatando sus tentáculos en todas direcciones, como una hiedra fabulosa. Miradas furtivas, miradas cómplices, elocuentes miradas silenciosas, urden el cañamazo sobre el cual pronto se destaca, implacable, el diseño de la evidencia de ese amor clandestino que, sustrayéndose al minucioso control de las comadres, medró en la oscuridad quién sabe cuánto tiempo.
Ante la tácita confesión de Magdalena, y en el vértice mismo de las conjeturas, fermenta la indignación de sus cuatro hermanas y la perplejidad de los respectivos esposos, grises funcionarios que jamás sospecharon la intimidad que enlazó a su cuñada con el virrey inalcanzable.
Llora Magdalena, avanza el cortejo desde la plaza a la catedral, desde allí al convento de las capuchinas, y entre tanto el rumor ha extendido sus ra-mificaciones con la voracidad de una planta carnívora. Tras el oficio y el entierro solemnes, y flanqueada por hermanas y cuñados, Magdalena, ya más sosegada, emprende el retorno a su casa. Los nueve integrantes de la comitiva caminan en silencio: un silencio tenso, hecho de frases no pronunciadas, que anticipa la conducta futura. Callar, ahogar toda alusión al bochornoso episodio –aunque ello implique resignarse a dejar sin respuesta los mil interrogantes que bullen en la mente de las hermanas respetables– será la consigna.
Vale la pena, llegados a este punto, transcribir textualmente el párrafo que cierra el cuento, párrafo en el que Mujica Lainez nos reserva la vuelta de tuerca que derribará, con un violento manotazo, el castillo de naipes que el lector erigió al compás de las alternativas del relato:
Magdalena atraviesa el zaguán de su casa, erguida, triunfante. Ya no la dejará. Hasta el fin de sus días vivirá encerrada, como un ídolo fascinador, como un objeto raro, precioso, casi legendario, en las salas sombrías, esas salas que abandonó por última vez para seguir el cortejo mortuorio de un Virrey a quien no había visto nunca. (3)
Hasta aquí, la historia descarnada. En el cuento, lógicamente, la narración se enriquece por obra y gracia de la maestría de Mujica Lainez: el vigor y la plasticidad admirables de su lenguaje y, sobre todo, la espléndida recrea-ción del cortejo fúnebre, ejercen sobre el lector la fascinación de quien contempla el funcionamiento de un exacto mecanismo.
En reiteradas oportunidades, Jorge Luis Borges ha afirmado que un final sorpresivo constituye a menudo un lastre que bien puede opacar –y aun anular– las bondades de un cuento minuciosamente elaborado. El lúcido escritor –eximio cuentista él mismo y, en consecuencia, conocedor de los resortes que regulan el equilibrio de un relato bien construido– fundamenta su opinión en el siguiente argumento: una vez conocido el final (esto es, una vez desaparecido el ‘factor sorpresa’) el cuento pareciera agotarse en sí mismo, reduciendo o eliminando el interés por sucesivas relecturas.
La aseveración borgeana, aplicable a la mayoría de los casos que conocemos, no resulta, sin embargo, válida en el relato que nos ocupa. Veamos.
Imaginemos un lector que, habiendo leído el cuento –y enterado, por lo tanto, de su desenlace– vuelve sobre él para averiguar qué efecto le produce una nueva lectura. Tendrá entonces oportunidad de verificar que, inevitablemente, se sentirá unido a la protagonista por un fuerte lazo de complicidad, convirtiéndose en una suerte de alter ego de Magdalena, a la que escoltará a través de los meandros de la narración.
Acompañemos, pues, a ese lector pertinaz en su relectura, y observemos qué sucede entonces.
Retoman su lugar los insignes personajes de la comitiva, que se pone en marcha con la misma lentitud que recordábamos, y la exasperante melopea de los rezos se anuda con el humo de los cirios en sofocante trabazón. A medida que la muchedumbre se aproxima a la casa de Magdalena, sus idas y venidas por los salones, su angustioso asomarse a la ventana entreabierta para verificar el inexorable avance del séquito, su indecisión –que una vez creí-mos motivados por la interna lucha entre la necesidad de observar la discreción que las formas imponen y el irrefrenable deseo de acompañar a su amante en su viaje postrero–, se nos revelan, por fin, en toda su patética dimensión. Nuestros son ahora el temor, la angustia, la honda desazón de la mujer. Vacilamos con ella: ¿será capaz de salir a la calle? ¿Se atreverá? Un compartido terror nos atenacea la garganta. Por fin, con un impulso salvaje de fiera acorralada, se lanza a la plaza, que el sol entibia, y nosotros tras ella. Entonces, por un momento, nos olvidamos de Magdalena para contemplar, deslumbrados, el brillo de la procesión. El empaque áulico de los integrantes del cortejo y la afectada solemnidad de sus gestos y actitudes; la opulencia de las mitras y capas pluviales; el fugaz relampagueo de los crucifijos heridos por el sol; el apagado rumor de las oraciones; el crujir de sedas y el revolotear de encajes, ejercen sobre nosotros una fascinación hipnótica, que el suave vaivén de la marcha acentúa.
Magdalena, entre tanto, ha encontrado ubicación entre los desconcertados personajes que encabezan el séquito. Un renovado temor ante la reacción que la audacia de la mujer pueda provocar en los dignatarios nos obliga a retener el aliento. Pero no: alza una ceja uno, tose otro, se sorprende un tercero. Eso es todo. Nadie se atreve a más y, menos que nadie, las hermanas de Magdalena ni sus maridos estupefactos. Respiramos, aliviados, y simultáneamente nos inunda un fervoroso sentimiento de adhesión hacia la hembra reseca, cuya temeridad le permitió quebrar la rigidez del protocolo. Más que nunca, nos solidarizamos con ella y, olvidando que conocemos ya el desenlace, rogamos por que la audaz empresa se vea coronada por el éxito.
Mezclados con la muchedumbre, observamos la reacción que el desembozado llanto de Magdalena provoca. Advertimos que todos adivinan (creen adivinar, encandilados por el convincente espejismo) la verdad, y nos sentimos henchidos de entusiasmo: presentimos ya que todo acabará bien. Mudos interrogantes –el cómo, el cuándo, el porqué, el dónde– van y vienen, como invisibles lanzaderas, entretejiendo una complicada urdimbre de conje-turas, presunciones, preguntas que nunca serán satisfechas y que, por eso mismo, se alimentarán y buscarán respaldo en las hipótesis más descabelladas. Una vez más, el asombro y la admiración estrechan los lazos que nos unen a Magdalena.
En algún momento –tal vez durante la misa solemne en la catedral, o mientras el féretro desaparece de nuestra vista para sumergirse en las hon-duras del sepulcro– nos preguntaremos: ¿cuándo, cómo se le ocurrió a Magdalena la argucia? ¿La planeó, acaso durante años y aguardó, con infinita paciencia, el momento de ponerla en práctica? ¿O la concibió, en un fogonazo de lucidez, en el instante mismo de conocer la noticia de la muerte del virrey? Nunca lo sabremos. Por lo demás, poco importa: vueltos a nuestra condición de lectores, comprendemos que el proceso de gestación de la loca ocurrencia en nada empaña la verosimilitud del relato. Como importa poco que difícilmente esa oscura mujer haya sido capaz de imaginar plan tan sutil, ni menos aún de llevarlo a la práctica. A despecho de esos planteos, el cuento sigue siendo irreprochable, y nos muestra una superficie sin fisuras.
Resta, todavía, acompañar a Magdalena en el trayecto de regreso. ¿Cómo reaccionarán sus hermanas? Intuimos, sin embargo, que nada podrán hacer frente a una situación que se les escapa de la manos, y los hechos nos dan la razón: las cuatro mujeres –y sus esposos, pobres figurones desconcertados– optan por amurallarse tras un prudente silencio (“No hay que hablar de estas cosas”).
Para las hermanas casadas, la situación resulta por demás mortificante: con abrumadora claridad, recuerdan sus innumerables desplantes –que sólo a medias encubrían el deseo de exaltar su condición de hembras feraces –, y ahora las atosiga la urticante sospecha de que, durante todo ese tiempo, Magdalena debió burlarse de ellas.
Durante el breve recorrido, pareciera que Magdalena acrece su perfil y que, como las princesas de los cuentos, se despoja de sus descoloridas vestiduras, de su disfraz de solterona recoleta, para dejar al descubierto su inquietante belleza. Nadie imaginó que ella, sólo ella, sería capaz de conocer íntimamente al amo de la ciudad –tal vez de aplacarlo, de consolarlo, hasta de aconsejarlo–, con la confianza de quien recorre secretas galerías familiares. Un nimbo de prestigio ha empezado a aureolarla, y por eso, en medio de la reducida comitiva de hermanas y cuñados, “destácase la madurez de Magdalena con quemante fulgor”.
* * *
El ser humano, capaz de renunciamientos heroicos y de inconfesables bajezas, encuentra en los personajes que transitan por las páginas de Misteriosa Buenos Aires el exacto reflejo de sus virtudes y miserias. Es así como los cuarenta y dos relatos que integran el libro componen un friso cautivante, que revela todo cuanto de exceso y de sórdido encierra la humana naturaleza.
Desde esta perspectiva, cabe preguntarse: ¿cuáles son los engranajes que, en “El ilustre amor”, se ponen en marcha para justificar o explicar el devenir de los acontecimientos? La hipocresía, la fácil concesión a las formalidades, la relatividad de valores que debieran ser inmutables, pero que, de pronto, se tornan sospechosamente flexibles para adaptarse a las circunstancias, nos ofrecen, como las diferentes caras de un prisma, otras tantas respuestas. Así lo atestiguan, por un lado, la glacial cortesía de los dignatarios que se apartan, sin perder la compostura, para permitir que Magdalena se incorpore a la cabeza del séquito; por otro, la unánime decisión de las hermanas –que apenas logran ocultar su indignación– de silenciar toda referencia futura a la insolente confesión pública de Magdalena. El mismo narrador se encargará de subrayarlo, cuando apunta: “El regente de la Audiencia, al pasar ante Magdalena, a quien no conoce, le hace una reverencia grave, sin saber por qué”(4) ; o cuando afirma: “Y en el fondo, en el secretísimo fondo de su alma, hermanas y cuñados la temen y la admiran”(5).
Si vamos más allá, el título mismo del relato resulta altamente sugestivo: el pecado vergonzante de Magdalena, que en otras circunstancias hubiese merecido el repudio público, sólo provoca críticas soterradas. Para que la mutación fuese posible, ha bastado que la pasión eligiese como objeto a un personaje encumbrado, convirtiéndose así en un amor ilustre. El peso de la reputación del virrey muerto inclina la balanza a favor de Magdalena, y ello es suficiente para acallar la censura despiadada y reducirla a un sordo murmullo, no exento de cierto inconfesado respeto hacia quien se atrevió a llegar tan lejos.
El aserto de Poe, para quien la misma estructura y extensión del cuento le permiten alcanzar una sólida ‘unidad de efecto’ –para lograr la cual nada debiera existir en él que no tendiese a la consecución de ese objetivo–, bien podría ejemplificarse con el relato que nos ocupa. Elaborado con rigurosa precisión de orfebre, el resultado de esa tarea, sin embargo, lejos de asemejarse a una fría pieza arqueológica, encierra un profundo latido vital que condice con la intención –frecuentemente manifestada por Mujica Lainez– de despojar a los personajes y acontecimientos históricos de la gravedad con que a menudo se pretende acentuar su carácter augusto. En lugar de ello, los seres que pueblan las historias de Mujica Lainez –y de ahí el encanto que irradian Bomarzo, El unicornio, El laberinto– se muestran sensibles al flujo y reflujo de las pasiones, y esa vulnerabilidad suya, tan similar a la frágil condición de los mortales, los aproxima a nosotros, humanizándolos.
Ello explica que, en “El ilustre amor”, el virrey –cuya formidable autoridad continúa gravitando desde el más allá– sea poco más que un pretexto, un “muñeco suntuoso”, y su cortejo fúnebre, el telón de fondo, sabiamente iluminado, sobre el cual se destaca con nitidez la conmovedora figura de Magdalena, cuyo desamparo y valentía calan tan hondo en nuestros corazones.
La incondicional adhesión que, como apuntamos, nos une a la protagonista, es índice inequívoco de la maestría con que Mujica Lainez ha sabido insuflarle una intensa carga de vitalidad. Esa mujer –que ante los demás personajes del cuento permanecerá enclaustrada el resto de su vida, enigmática y remota, como “un ídolo fascinador” en su hornacina– se adueña de nuestra voluntad y nos sujeta con lazos entrañables.
Por eso, cuando Magdalena cierra tras de sí la puerta de calle, nuestro es el suspiro de alivio, nuestra la tranquilidad por ese futuro sin sobresaltos en que, inmersa en una atmósfera que el prestigio torna inviolable, vivirá la hembra inexplorada cuya audaz estratagema nos ha convertido, de una vez y para siempre, en sus insobornables cómplices.
NOTAS
[1] El presente trabajo fue publicado originariamente en Cuadernos Hispanoamericanos N° 409 (Madrid, julio de 1984, pp. 106-111).
[2] Para la composición de Misteriosa Buenos Aires –que Editorial Sudamericana publicó en 1950–, Mujica Lainez utiliza una estructura cuya eficacia había comprobado un año antes en Aquí vivieron. Este último libro reúne veintitrés cuentos, que desarrollan otras tantas historias a las que sirve de marco un escenario co-mún. El subtítulo de la obra alude explícitamente a ese escenario y a las fechas dentro de las cuales se inscribe la acción de los relatos: Historias de una quinta de San Isidro. 1853-1924.
Aunque en Misteriosa Buenos Aires el número de cuentos se eleva a cuarenta y dos, y el ámbito se extiende a la ciudad toda, el esquema es idéntico, y describe, como en Aquí vivieron, un amplio arco que comprende más de tres siglos. En ambas obras, además, la constante referencia a hechos o personajes pretéritos perfectamente identificables contribuye a ennoblecer los relatos y a dotarlos de una perspectiva histórica que acentúa su verosimilitud.
[3] Mujica Lainez, Manuel: Misteriosa Buenos Aires. Buenos Aires, Sudamericana, 6ª. ed., 1975, pág. 166.
[4] Ibíd, id.
[5] Ibíd., id.
ÁNGEL PUENTE GUERRA
Febrero 2021
http://www.mendoza.edu.ar/wp-content/uploads/2020/03/El-ilustre-amor-de-Manuel-Mujica-Lainez.pdf
Link al cuento