Miedo de noche - Ana María Shua

 

Leandro tenía mucho miedo de quedarse solo de noche, pero nunca lo hubiera confesado. A los diez años, se sentía demasiado grande para pedirles a sus padres que no salieran. Lo cierto es que cuando se iban, todo a su alrededor se volvía amenazador. Le parecía ver Cosas por el rabillo del ojo. Si daba vuelta la cabeza para mirarlas de frente, las Cosas desaparecían. Quedarse en su cuarto, sobre todo, le resultaba intolerable. Taparse la cabeza con la frazada era todavía peor: los monstruos que se imaginaba podrían encontrarlo así, sin que él pudiera verlos llegar.

En la cama de al lado dormía Guille, su hermano menor. Tenía ocho años y ningún miedo, ¡porque se quedaba con él! Era el único momento de su vida en que Leandro no estaba contento de ser el más grande y le hubiera gustado tener un hermano mayor. El chiquito se dormía con un sueño profundo y tranquilo.

Lo curioso es que, al mismo tiempo, a Leandro le encantaba leer cuentos de terror. Era lo único que lo tranquilizaba y lo hacía olvidarse un rato de lo que tenía a su alrededor.

Un día estaba leyendo un cuento que le gustaba y que, al mismo tiempo, le daba mucha impresión. Se trataba de un hombre que había entrado a una cabaña perdida en medio del bosque. Pasaba la noche allí y a la mañana descubría que había dos puertas para salir, pero no podía acordarse por cuál de las dos había entrado. Al abrir una puerta al azar, se encontraba de pronto en otra dimensión. Un desierto inmenso y horrible se extendía hasta el infinito. Aquí y allá había unos cactus que se movían lentamente y parecían tener ojos. Una extraña atracción lo impulsaba hacia la nada.

Con un sobrehumano esfuerzo de la voluntad, el hombre conseguía resistir y, casi sin darse cuenta, se encontraba de vuelta dentro de la cabaña. Pero, una vez más, no sabía cuál de las dos puertas daba al bosque y cuál daba al horror. Tenía tanto miedo, que se quedaba encerrado para siempre.

Leandro levantó la cabeza de la revista y miró a su alrededor. Más de una vez había corrido la cortina del baño, de un tirón, asustado, pensando que podía haber un cadáver recostado en la bañadera, listo para levantarse en cuanto él lo mirara. Pero nunca se le había ocurrido que todas las puertas podían ser peligrosas. Ahora lo sabía. Su casa estaba llena de puertas. La de la cocina, la del baño, la de su cuarto, la del cuarto de sus padres... Cualquiera de ellas podía conducir a un lugar desconocido y terrible. Por suerte, casi todas estaban abiertas. Solo la puerta de la cocina estaba cerrada. Y ahora tenía sed, mucha sed. ¿Se atrevería a abrirla? Dudó un momento con la mano sobre el picaporte, avergonzado de sí mismo. Finalmente abrió de un empujón. Baldosas, azulejos, mesada, microondas, licuadora, alacenas, cocina, heladera. Todo bien.

Entonces abrió la heladera para sacar una gaseosa y se encontró de golpe en un desierto blanco y frío, infinito. Como en una pesadilla, todo parecía tener varios significados. Extrañas formas de hielo se movían hacia él, primero lentamente, después cada vez más rápido. Si hubiera tenido que describirlas, le habría costado encontrar las palabras, porque no se parecían a nada que conociera. Lo peor era la sensación de múltiples miradas que se clavaban en él: porque esos seres no tenían ojos.

Miró hacia atrás. La puerta de la heladera había quedado a sus espaldas. Sin darse cuenta, estaba alejándose de ella, perdiéndose fuera de su mundo. Sus piernas se movían haciéndolo caminar hacia adelante como las de una marioneta manejada por los hilos del titiritero. Tenía que cortar esos hilos invisibles con la fuerza de su voluntad. Se sentía cansado, muy cansado. Con una decisión brutal, que le costó buena parte de su energía, se dio vuelta y trató de correr para cruzar la puerta de la heladera y volver a la cocina. Pero las piernas se le hundían en la nieve hasta los muslos. Y debajo de la nieve, el suelo, en lugar de estar rígido y congelado, parecía estar hecho de un barro frío y poroso que se adhería a sus pantuflas.

Leandro estaba vestido con un pijama de verano y el frío era tan aterrador que ni siquiera lo hacía tiritar: empezaba a adormecerse. Avanzó lentamente. A cada paso tenía que arrancar el pie de ese barro que no alcanzaba a ver y que luchaba por tragárselo. Por suerte, la heladera no se había cerrado. De algún modo llegó hasta allí, de algún modo logró aferrarse al borde de la puerta y saltar al otro lado, mientras el barro helado devoraba sus pantuflas con un horrible sonido de absorción.

—¡Leandro! ¡Leandro! —la voz de su madre lo despertó—. ¡Te quedaste dormido leyendo en el sillón del living!

Era maravilloso, casi increíble volver a ver a sus padres.

—¿Qué te pasó? —preguntó su papá—. ¿Otra vez tuviste un mal sueño?

—Pero mirá cómo tenés los pies embarrados... ¿Saliste al jardín en pantuflas? —preguntó la mamá.

Durante mucho tiempo, Leandro se negó a abrir la puerta de la heladera con la excusa de que daba corriente. Su papá revisó con cuidado la instalación eléctrica, pero todo parecía estar en orden. Además, ninguna otra persona de la casa sentía esas misteriosas descargas de las que hablaba el chico, que también se mostraba muy cauteloso con todas las puertas en general. Con el tiempo empezó a comportarse más normalmente. Había muchas explicaciones para lo que le había pasado. Una simple pesadilla, por ejemplo, que lo había hecho caminar en sueños por el jardín. Eso sí: las pantuflas no aparecieron nunca más. Pero hay tantas maneras de que se pierdan unas pantuflas... ¿O no?

 

 Ana María Shua

 

Nació en Buenos Aires el 22 de abril de 1951.

Su primer libro, El sol y yo, fue publicado cuando tenía dieciséis años. Por ese libro de poemas recibió dos premios.

Estudió en la Universidad de Buenos Aires, donde recibió su Maestría en Artes y Literatura.

En 1976, con el advenimiento de la dictadura militar se vio forzada al exilio en París donde trabajó para una revista española publicada por Cambio16. De vuelta en la Argentina, su primera novela, Soy Paciente, recibió el Primer premio del concurso internacional de narrativa de Editorial Losada. Un año más tarde publica Los días de pesca (historias cortas) y en 1984 la novela Los Amores de Laurita. Sus dos primeras novelas fueron llevadas al cine, en lo que marcó el comienzo de su trabajo como guionista de cine. Le siguió La sueñera, publicado en 1984, un libro difícil de clasificar de historias brevísimas que le valió los elogios de la crítica.

En 1988 comenzó su carrera en la literatura infantil con los libros La batalla entre los elefantes y los cocodrilos y Expedición al Amazonas, a los que seguirían muchos otros.

Entre 1993 y 1995 publicó varios libros relacionados a la cultura y a las tradiciones judías. En 1993 recibió la beca Guggenheim para trabajar en su novela El libro de los recuerdos.

Su última novela es El peso de la tentación (2007).  En el año 2009 ha pubicado en Madrid Cazadores de Letras,  que reúne sus cuatro libros de minificción, y en Buenos Aires, Que tengas una vida interesante, sus cuentos completos.

También ha trabajado como periodista, publicista y guionista de cine, adaptando algunas de sus novelas, como "Los amores de Laurita".