Desvelados - Patricia Odriozola

I. La libreta de tapas negras

 

Entre las pertenencias del muertito —del occiso, perdón encontré una pequeña libreta de tapas negras que me apuré a esconder en el bolsillo trasero del jean. No era muy ético de mi parte, pero ya estaba bastante cansada de que en cada investigación me dejaran lejos del nudo del asunto y me confinaran a trabajos menores: traer el café o levantar una y otra vez las huellas digitales de los muebles cuando todos sabemos que un asesino que se precie jamás olvidará disfrazar su unicidad tras un buen par de guantes de látex. Cierto es también que mi vocación policial respondía más a un capricho adolescente que a una justa elección de vida. Pero eso no era algo que tuviera por qué importarles. Por el momento, yo era uno más del equipo y tenía tanto derecho como el resto a hacer conjeturas y apurar hipótesis. Y con la ayuda de la libretita cuya existencia jamás develaría a nadie, podría tejer unas cuantas tramas posibles que trataran de explicar la desaparición física de ese hombre tan joven y lindo que más que muerto parecía dormido, con una placidez inaudita en una situación como la suya.   

—A ver Martina… —levantó la cabeza el comisario, que estaba agachado estudiando los signos vitales de alguien que sin duda había perdido ya todo atisbo de vitalidad. —Martina, m’hijita, alcanzame el tubo de ensayo así pongo una muestra del pelo de este desgraciado. No sé para qué, pero ahora se les ocurrió que si no trabajamos como en las series yanquis no servimos para nada. ¡Pero vamos, m’hija, qué, está esperando el colectivo, usted? ¿No ve que se hace la hora de cenar? ¿O no tiene familia que la espere?

Bufé bien alto, con la explícita intención de evidenciar el desagrado que me provocaba el comisario. No era original. Cualquier persona, subordinada o superior, camarada, vecina, pariente o interlocutor ocasional, experimentaba un rechazo instantáneo hacia ese hombre de pelo engrasado y voz chirriante que se comportaba como si fuera el más listo —y también el más hermoso— del mundo entero.

—A ver Martina, che, ¿está durmiendo usted, o es, nomás, que es media estúpida?

Consciente de la inutilidad de mis suspiros y bufidos, descendí junto a él para alcanzarle el tubito. Ya sabía yo que ese jean ajustado no servía para ir a un procedimiento: al acuclillarme, la libreta de tapas negras salió eyectada desde el bolsillo trasero y fue a caer a los pies del comisario.

—¡Así que ocultando evidencia! Lo único que le faltaba, Fernández –con la uña del pulgar, sucia, esa uña que conservaba larga con el fin de utilizarla como pincita en la inspección de pruebas microscópicas, abrió la libreta al azar. –Ahá… Ahhh… Ahá, ya entiendo, sí… ¡Claro que sí, era obvio! —musitó, como si acabara de encontrar la causa indiscutible de ese suicidio; porque aunque desde la seccional las influencias del padre del muerto (perdón, del occiso) pugnaran por acallar esa muerte ridícula disfrazándola de muerte natural yo sentía que, por alguna extraña razón o mejor dicho sinrazón, la desaparición física de ese hombre joven de cabellos rubiones y boca triste había dependido pura y exclusivamente de su voluntad. —¡Claaaaaaro, ahora sí… Entiendo, entiendo!

—Qué entiende qué, comisario… –lo desafié. –Qué, entiende, ¿a ver? ¡Dígame, por favor, qué entiende?

—…

—¿Seguro que entiende? ¡Si usted nunca entendió nada de nada!

—Usté me está faltando el respeto, m´hijita, y eso no se lo voy a permitir.

Y no me lo permitió, nomás. Ni esa vez ni ninguna otra.

Mi meteórica carrera en la División de Investigaciones empezó un jueves y terminó un jueves –ese jueves—, y entre uno y el otro no mediaron más de tres semanas.

 

El comisario se ocupó muy bien de que ninguna seccional me aceptara en sus cuadros y tuve que resignarme a un nuevo destino como personal de oficina, tipeando certificados y denuncias en el mostrador raído de una comisaría de suburbio. Yo, que por años había nutrido mi imaginación, mis sueños y el escaso abanico de mis deseos con las hazañas de Poirot y de Sherlock y de Dupin… Yo, que había vislumbrado en las resoluciones perfectas de los crímenes más misteriosos la improbable certeza de un mundo causal y lógico en todas sus aristas… Yo, que me había visto triunfar una y otra vez por sobre la oscuridad del desconocimiento y de la ignorancia… Yo, que había nacido para un destino unos centímetros por sobre el del común de los mortales, debía ahora enfrentarme al triste, tristísimo hecho de dejar de ser autora y demiurga de la tragedia ajena para devenir simple testigo de circunstancias tan pedestres como tener el domicilio en tal o cual lado o haber sufrido el robo de la billetera por un ladrón de poca monta. No podía durar. No debía durar. Para cuando empezaba a ajarme y a perder el esmalte de las uñas en el tecleo incesante de la antiquísima computadora de la seccional –tan antigua y mugrienta que, a diferencia de lo que sucede con cualquier teclado, en este las letras y los signos presentaban una dureza digna de una Remington manual—, pedí la baja del servicio y comencé a buscar un mejor destino para mis ambiciones y desvelos.

En la boutique de la calle principal de mi barrio –una casa de “moda para señoras”, lo cual, traducido, significaba blusones para tallas L y XL y faldas acampanadas ancladas en el tiempo— precisaban una vendedora. De manera que allá fui. Por favor natural recibí una presencia bastante agradable que optimizo con interesantes dosis de maquillaje, y dado que en Modas New York City necesitaban a alguien como yo, obtuve el puesto sin grandes penurias ni esfuerzos. Tuvieron que pasar algunos meses para que me diera cuenta de que mi vida era una cáscara anodina para un fruto sin sabor: mi nueva personalidad de chica amabilísima y a la moda, siempre dispuesta a elogiar la cintura voluminosa de una flamante suegra como si se tratara del talle minúsculo de una veinteañera. Mi día a día podía resumirse fácilmente en el asistir sonriente a un incesante desfile de mujeres que doblaban con creces la treintena, y en el alcanzarles hasta el probadorcito —solícita, presurosa— siempre un talle más, cuidando, en todo momento, que no las angustiara el error de esas imágenes fantaseadas a las que siempre les faltaban unos centímetros para acercarse a la realidad. Claro, y después envolver en vaporosos papeles de seda unos pantalones de sarga que jamás habían estado ni estarían en las colecciones de París a pesar de lo que rezaban los carteles de vidriera.

Si bien aquel joven del procedimiento que dictaminó el fin de mi carrera policial volvía a mí una y otra vez –no como fantasma, válgame Dios, sino como una imagen recurrente que no me podía quitar de la cabeza— había resuelto, en esos meses transcurridos detrás del mostrador de Modas New York City, olvidar su drama y también el mío, cuya densidad se había visto tremendamente aumentada cuando la libreta de tapas negras con la que podría haber resuelto el caso en un par de horas había salido eyectada del bolsillo trasero de mi jean. Qué lástima. Había estado a un tris de hacer justicia para él y para mí; para mí dándome la posibilidad de demostrar mi pericia de investigadora y la fina intuición de mis supuestos; para él, recuperando la dimensión trágica de ese último y valiente acto finalmente tildado de muerte por complicaciones gastrointestinales, una vulgaridad que el pobre chico no merecía.

A todo esto mi madre estaba feliz como no lo había estado conmigo nunca antes: finalmente yo había obtenido un empleo que ella juzgaba digno de una señorita, al contrario de mi paso por la policía y al contrario también del tiempo y el dinero que antes de la fuerza había destinado a estudiar todos los cursos de detective por correspondencia que se ofrecieran en las revistas. En pos de la buena relación familiar aguanté como pude y cuanto pude las largas horas en la tienda, hasta que una calurosa tarde me di cuenta de que no tenía por qué abandonar mi nuevo rol de buena hija en pos de algo tan volátil como una vocación. Esto fue cuando descubrí que una de mis clientas más asiduas, concentrada en la prueba de un solero cuya talla coincidía, milagrosamente, con la que ella imaginaba para sí misma, se había olvidado el portadocumentos en el probador. Por supuesto que yo tenía el número de teléfono de la Sra. J., prolijamente copiado en una de las tantas fichas que, ordenadas en forma alfabética, llevaban los datos de las compras de cada clienta, de los saldos a pagar y de la evolución de sus medidas. Pero a pesar de tener al alcance de la mano los datos que me permitirían ubicar sin dilaciones a la Sra. J., preferí algo mucho más interesante: revisarle el portadocumentos. En principio, lo usual: Documento Nacional de Identidad con una foto de un par de lustros atrás, licencia de conducir, cédula verde y tarjeta de la compañía aseguradora, credencial de la medicina prepaga –una de las más caras y prestigiosas, de esas que hasta incluyen cirugía estética—, foto carnet del marido, una pequeña serie de los etcéteras acostumbrados en estos casos. Ya mencioné que era una tarde calurosa: solo me falta agregar que era pleno enero, y por la calle no andaban ni los perros: de modo que, sin clientas a la vista, no fue hasta la tercera o cuarta inspección que encontré algunos leves indicios que justificaron mi esmero y altísima concentración en la tarea. Eran unos diminutos papeles amarillos —de esos del tipo post-it pero con el pegote agotado de polvillos y pelusas— distribuidos entre las hojas de un vetusto carnet de club social y deportivo con cubierta de cuerina gastada en los bordes. En los tres se repetía la misma letra de rasgos infantiles, el mismo nombre, el mismo número telefónico: Tommy, 4362-3425. Un nombre que no cuajaba con la idea de padre de un compañerito de escuela de los chicos, tampoco con la del médico ginecólogo, mucho menos con la de jefe del marido. ¿Quizás un pariente, un primo lejano, un sobrino…? Sin embargo había algo en la forma de subrayar la “y” que se me antojaba inadecuado para un familiar, presunción que ratifiqué cuando, examinando los papeles a la luz de la lámpara de pie al lado del perchero de los tailleurs, noté la traza de un vaso que alguien, en algún momento, había apoyado sobre el extremo superior derecho del papel. La abertura del ángulo sugería con casi total certeza un vaso de whisky, bebida perfecta para un encuentro romántico o un tête-à-tête con vistas de serlo. Al acercármelos a la nariz noté que de los papelitos emanaba un aroma de free-shop con fuertes notas masculinas: la clase de perfume que descubre la intención de seducir. Por lo tanto, en un caso de honestidad conyugal, un perfume solo atribuible al marido, en este caso el Sr. J.; claro, si yo no hubiera sabido que el marido la aventajaba en varios años, que era un oscuro contador especializado en impuestos y declaraciones juradas, y que los excelentes ingresos que su trabajo le brindaba eran celosamente guardados en una caja de seguridad a la espera de la ocasión especialísima que ameritara realizar gastos a todas luces injustificables como viajar o comprarse un coche importado. Ergo: un viejo amarrete. Ese perfume podía ser de cualquier hombre menos del tacaño Sr. J., individuo que una vez había acompañado a su mujer hasta la puerta de la tienda, y todo para recordarle que comprara solo lo estrictamente necesario —como si la moda fuera una necesidad—.

Volviendo a Tommy: al atardecer de aquel día bochornoso ya había decidido dirigir hacia él y hacia la Sra. J. mis dotes de investigadora de las que las fuerzas oficiales de seguridad se habían deshecho con tan poca elegancia. No era que, si mis sospechas se confirmaban, pensara atormentar a esa pobre mujer para la que castigo sobraba con el marido que le había tocado en suerte, ni tampoco que tuviera la intención de chantajearla. En absoluto. Para mí la pesquisa era lo más parecido a la idea que cualquier mortal tiene de una existencia soñada, y el misterio develado constituía un premio justo y suficiente al tortuoso camino de la investigación.

 

Una vez que hube trazado un esbozo de plan de acción tomé el teléfono y llamé al celular de la señora J. Ya estaba bastante oscuro. A pesar de la larga extensión del día, la dueña de Modas New York City se había empeñado en aprovechar hasta la última posibilidad de venta que la calle pudiera ofrecerle, y por eso, ahora que las amas de casa salían a comprar fiambre y lechuga y comidas preparadas sobre la hora de la cena, el horario de verano se prolongaba hasta las nueve.

—Sra. J., quería avisarle que esta tarde se dejó el portadocumentos acá, en la boutique –anuncié. –No sé si lo quiere pasar a buscar, o quiere que se lo alcance. Yo acá encontré un número de teléfono que… —le dije, intencionada: quería que creyera que hablaba del número de Tommy y medir su reacción.

—¡Un número de teléfono? ¿Dónde? ¡No habrá estado revisando mis documentos, no? –saltó con furia mal contenida. —¡Querida, digo que no me habrá estado revisando el portadocumentos, me imagino, porque si…!

—Digo que encontré en su ficha un número de teléfono que me imagino será de su casa, señora J. –exageré mi inocencia, mi amabilidad. –Y también una dirección, en la avenida Avellaneda… Su domicilio, seguramente, ¿no?

—Sí, avenida Avellaneda tres tres …

—Dos dos —completé. —¿Quiere que se lo alcance? Yo casualmente voy a ver a una amiga, muy cerca de ahí.

Después de haberme mostrado el colmo de la desconfianza, la Sra. J. tenía que guardar la compostura y volver a su acostumbrada fachada de señora de clase media afable y cordial. Claro que sí cómo no, que me agradecería muchísimo que le hiciera ese inmenso favor, que ella ahora mismo estaba en casa, que demás está decir que me esperaba con un té. Dada la hora, entendí lo del té como una forma de decir propia de una mujer que se pretendía mundana.

Cuando llegué la Sra. J. estaba apoltronada en el medio de su living —un atiborramiento de muebles y objetos de gusto dudoso, ejemplo del horror que les produce la vacuidad a las almas poco entrenadas en la pérdida—, sobre un sillón de pana color obispo, frente a un servicio de té de plata y una bandeja con petit fours.

—¡Ay querida, mi salvadora, mi angelito de la guarda! –me saludó agitando los dedos regordetes. —Venga, venga acá… —palmeó el almohadón vecino al que ocupaba su enorme trasero— venga y cuentemé cómo le puedo agradecer este favor.

Pocas veces en mi vida me sentí más incómoda. De pronto me vi instalada en el aire denso de una casa extraña, un hogar sui generis que me transmitía un sentimiento ambivalente: risa y angustia, a intervalos más o menos regulares. Por supuesto que era mentira lo de la amiga que vivía cerca. Yo le había ofrecido a la Sra. J. esa devolución a domicilio a fin de observarla a mis anchas cuando revisara el portadocumentos para comprobar si los papelitos amarillos seguían en el lugar donde los había puesto; el tal Tommy y su relación con la señora J. constituían el misterio más interesante en el horizonte de aquellos días, y no me iba a quedar con las ganas de develarlo.

La Sra. J. me sirvió un Earl Grey Tea sobre el que habló maravillas, endulzó mi taza con tres cucharadas de azúcar porque sostuvo que la glucosa era imprescindible para conservar el buen humor, me obligó a comer unos petit fours de mazapán horribles; curiosamente, en ningún momento abrió el portadocumentos con el que, por su exageración y ampulosidad al agradecerme, parecía haberle salvado la vida.

Resolví tomar el toro por las astas.

—¿Usted conoce a un muchacho, Tomás, que vive por acá?

En ese momento se estaba llevando la taza de té a la boca: arqueó las cejas, interrogante, por sobre el borde de plata.

—Tomás, le dicen Tommy, por lo que sé…

Sin quitarse la taza de la cara –un ardid para ocultar la expresión, pensé desde mi experiencia en Inteligencia— ahora la Sra. J. les dio a las cejas una inclinación que decía “no tengo la menor idea” o, mejor, “no sé quién es ni me importa”.

—Me lo nombró muchísimo mi amiga, la que vive acá en la otra cuadra… —insistí. –Tommy, un muchacho bastante joven, bah, ni muy joven ni muy grande, de altura normal, pelo castaño, apuesto, tengo entendido… —describí con vaguedad a alguien inexistente.

—¿Cómo es que se llama, su amiga? –la Sra. J. abandonó la taza vacía sobre el plato con un tintineo y se pasó la pequeña servilleta por la boca todavía colmada de rouge. —¿Qué nombre tiene?

—¡Ay!, pero ¿cómo es que se llama…? Le decimos Ñati, pero el nombre…

—¿Dónde es que vive?

—En la otra cuadra.

—Sí, hay muchas otras cuadras, querida. Acá, como en cualquier otro barrio. Por lo menos cuatro, hacia los cuatro puntos cardinales –se inclinó un poco hacia adelante. —En cuál cuadra vive su amiga, digo yo.

—¡No le puedo creer la hora que se me hizo, Ñati me va a matar! –miré el reloj. –El té estaba de-li-cio-so, las masitas también, pero me va a disculpar que me tengo que ir ya mismo porque Ñati está sola y si me demoro un minuto la atacan las fobias, pobrecita, y no querría que por mi culpa…

—¡Cómo no la voy a disculpar, si hoy gracias a usted pude reencontrarme con este portadocumentos que no sabe lo que significa para mí! –recuperó el modo de señora agradabilísima y lo maximizó con los ojos húmedos, como si estuviera por llorar. –Pero espere por favor que le digo a mi marido que venga a saludarla. ¡H., bajá a saludar a la chica de la boutique, que me trajo el portadocumentos! ¡Vamos, H., que la señorita está apurada!

La Sra. J. puso cara de disgusto y fue a pararse al pie de la escalera.

—¡H.! ¡H.!

Nada.

—¡¡H.!! A ver, Graciela, ¿puede subir a ver qué le pasa al señor, que ni siquiera contesta? ¡Vamos Graciela, apúrese! ¡Mire si al señor le pasó algo grave, no sea cosa que…!

Muy de acuerdo con las presunciones de su esposa., al Sr. J., simplemente, le había dado un infarto. Lo comprobó enseguida el médico de emergencias de la prepaga carísima que la Sra. J. llamó con la voz en un hilo ni bien Graciela bajó las escaleras como corrida por el diablo para decirle, a los gritos, que el Sr. J., con los ojos empacadamente cerrados, emitía un ronquido digno de un rinoceronte. Para cuando el médico anunció con algo de pompa que el Sr. J. había partido definitivamente del reino de los vivos, yo todavía seguía sentada en el living, frente al servicio de té de plata. No había encontrado una excusa válida para irme cuando Graciela anunció el pésimo estado del Sr. J.; menos, cuando la Sra. J. se sentó a esperar la ambulancia estrujando un pañuelito con el que cada tanto se secaba las lágrimas. Lo reconozco: la urbanidad se combinaba en mí con una curiosidad existencial que, luego de mi paso por la policía, no encontraba ya de dónde asirse. Me debatía en el intento de diferenciar asépticamente la una de la otra, mi cara pensativa reflejada en la panza de la tetera de plata, cuando al poco rato de irse el médico de emergencias hizo su entrada al hogar de los J. nada más ni nada menos que mi ex-jefe, el comisario.

 

Muchas personas vislumbran “la muerte” como un momento obsceno. Lo digo así, con comillas, porque así es como la piensan: “la muerte” como un sustantivo sin sustancia, caracterizable por una cualidad de suciedad y de corrupción que imposibilita incorporarla –sucesión o antítesis— a la idea de “la vida”. Mi madre decía que yo había sido siempre diferente del resto de las nenas: mientras ellas no podían parar de gemir y llorar frente a un pichón muerto al caer del nido, yo me acercaba y lo observaba tratando de descubrir por dónde se le había escapado la vida; cuando mis amiguitas se tapaban los oídos para evitar enterarse de lo que había encontrado la mujer de Barba Azul tras la puerta prohibida, yo abría ojos y oídos para no perder detalle del macabro hallazgo. Parada junto al comisario en el dormitorio de los señores J., frente al inerme Sr. J., volví a sentir el vértigo de comprobar, una vez más, que lo único que diferenciaba el cuerpo del muerto del hombre que hasta unos minutos antes había sido era una capacidad de movimiento no mucho más sofisticada que la que le otorga una buena batería a un muñeco de cuerda hecho en Taiwan. Apenas estas reflexiones me suscitaban esto de morirse, rutina que la gente se empeñaba en hacer una y otra vez y de las maneras más variadas como si no tuviera más remedio que complicarles la vida a los que quedaban de este lado del río.

Me acordé del momento en que habíamos hablado de esto con el comisario, aquel primer jueves en que yo me integraba a sus huestes: ese día, por única vez, había percibido a una persona; algo más que esa desagradable mezcla de mal aliento, mal genio y malos hábitos a la que nos tenía acostumbrados.

—Y buéh, m’hijita… Así que desde ahora es una más en la brigada de investigaciones –me había dicho—. Mucho muerto, va a tener que ver. Mucha cosa fea: culpables que lloran como si fueran las víctimas, inocentes que sonríen ladinos como si disfrutaran de ser sospechados de delincuentes, heridos que ruegan clemencia para el agresor, testigos que juran por Dios no haber visto lo que todos sabemos que vieron. No hay nada que hacerle. Animal raro, el hombre.

—Y la mujer… –había completado.

—Y la mujer, sí. ¿Y usted, m’hijita, le tiene miedo a la muerte?

—No pienso mucho en eso. Cuando llegue, ya veré.

—Bien hecho. Muy bien hecho. Hasta entonces nada le impide creerse inmortal.

—¿Me está tomando el pelo, señor comisario?

—En absoluto, Fernández. Si no tuviéramos derecho a creernos lo que se nos ocurra para hacer un poco más llevaderas las cosas, no sé qué sería de nosotros. Por otra parte no se olvide que tenemos que separarnos de los muertos propiamente dichos. Ya va a ver, si no es imposible hacer este trabajo… Soy zurdo, desprolijo, tengo faltas de ortografía y con la matemática y la contabilidad soy un asno. No se me ocurre nada mejor de qué vivir.

 

Era indudable que el Sr. J., grisáceo y duro y extendido sobre la cama, pertenecía ya a una clase diferente de ser de la que aún compartíamos el comisario, yo, la mucama y la Sra. J., en ese estricto orden. Por costumbre y tozudez, mi ex-jefe era quien más colores conservaba en la cara, impasible, tan adecuado a un casamiento como a un velatorio; en el otro extremo la Sra. J., pálida y ensopada, se paseaba de un lado a otro como si esperara una resurrección muy poco probable a esa altura de los acontecimientos. En ese tenso contexto me pregunto, aún hoy, de dónde vino mi corazonada. Tal vez de la rabia contra esa mujer que me había hecho perder la noche tomando té en tazas de plata –no tenía nada mejor que hacer, pero ese no era su problema sino el mío—; tal vez, también, del rencor que ella me provocaba al haberme puesto nuevamente frente a la certeza de mi frustración: yo ya no pertenecía al equipo del comisario, era apenas la vendedora de una tienda de los suburbios desquiciándose tras un enigma a su altura: quién era Tommy; amante, gigoló, novio impoluto, proxeneta. Un nombre tonto para alguien que quizá ni existiera… ¡Eureka! ¿Y si la señora J. hubiera urdido una trama con la misma paciencia y esmero con los que se teje un suéter con canelones? ¿Y si en lugar de una detective vocacional enferma de nostalgia yo no hubiera sido más que una idiota útil? ¿Y si el olvido del portadocumentos hubiera sido adrede? Le pedí al comisario que me siguiera al porch con la excusa de fumar un cigarrillo. ¿Qué, ahora que salió de la fuerza se hizo viciosa…? Media marmota, querida; eso tenía que haberlo hecho antes, me descubrió el comisario frente a todos.

En cuanto llegamos al porch extraje —un gesto que estimé mundano— un cigarrillo del paquete que el comisario llevaba en el bolsillo superior del saco. Él se apuró a encendérmelo. Para qué. Una tos perruna se me atascó en la laringe y mi exjefe, con su tosquedad habitual, me golpeó la espalda hasta que pude recobrar el sentido. Se ve que hoy no le cae bien el cigarro, Fernández. Un consejo: mejor pruebe con el alcohol. Es mucho más noble, ya va a ver.

Es que precisaba hablar con usted. A solas.

—¿Y no se le ocurrió que lo del cigarrillo podía ser una excusa y nada más, que no era necesario llevarlo hasta las últimas consecuencias? La verdad que usted, m’hija, está cada día más tarada.

—¡Nononono, por favor, no entre otra vez! Quédese, quédese para que le cuente… ¡Ya lo resolví!

 

Ahora me preguntaba cómo podía no haberme dado cuenta antes del triste papel que la Sra. J. me había asignado en la puesta en escena del asesinato del marido. Ya no tenía ninguna duda de que la mujer se había detenido especialmente en la tienda y había manipulado frente a mí el portadocumentos de modo tal que me resultara obvio que se lo había olvidado. Lo de los post-it con el nombre de Tommy y el número de teléfono –al que llamé unas cuantas veces y comprobé que no pertenecía a nadie— había sido un señuelo: un huesito dirigido a acicatear mi curiosidad a un grado tal de desear fervientemente ir a entregarle el portadocumentos a su casa. Ni qué hablar de la emoción fingida o del servicio de té con el que me sometió a todo tipo de dilaciones destinadas a esperar el momento en que la abstinencia de antihipertensivos a la que venía sometiendo al Sr. J. desde hacía días, se combinara con la noticia de que habían saqueado las cajas de seguridad del banco donde acumulaba los ahorros y sobreviniera el previsible infarto.

—¿Y usted qué sabe lo que anduvo escuchando el finado por la radio?

—Me lo dijo Graciela. Comisario, no se olvide que soy una detective.

—Mire que le falta el motivo, Martina. Y eso no es moco e’pavo.

—Es fácil, comisario. Librarse del tipo, qué más. Maridicidio. El crimen más viejo del mundo.

—No sé, no creo… Parece una mujer de bien. Yo no desconfiaría de ella.

—¿Está seguro que usted es el mismo comisario con el que yo trabajaba, no mucho tiempo atrás? ¡Qué le pasó, lo metieron de prepo en los boy scouts?

—No se envalentone, Fernández, que usted ya ni siquiera trabaja para la fuerza –me dijo con tono áspero. –Lo de este hombre fue muerte natural y sanseacabó. Usted tiene muchas fantasías, m’hijita. Mire si alguien se va a molestar en montar semejante teatro… En pasarse no sé cuánto tiempo reemplazando las píldoras del tipo por otras de azúcar exactamente iguales… En mandar a grabar una noticia falsa y pasársela como si fuera el noticiero de la radio…

—¿Cómo que no? Ahora solo falta hablar con el forense, investigar las píldoras que le estuvo dando, buscar la grabación del noticiero, hacer una tabla de cálculos teniendo en cuenta la hora cuando yo llegué a su casa, y ya.

El comisario me dirigió una mirada triste. Se dio media vuelta y fue otra vez hacia la casa, con paso cansado.

—¡Ey! –le golpeé el hombro. —¡Señor comisario!, ¿qué va a hacer? ¿La va a arrestar?

—¿Por las elucubraciones de una chiquilina que no tuvo las agallas suficientes para durar en la fuerza y ahora trabaja en una tienda de suburbio? ¿Por eso, solo por eso, tengo que terminar con la vida y el honor de una pobre mujer cuyo único pecado fue casarse con un tipo desagradable? ¿No le parece suficiente castigo haberlo aguantado durante toda la vida? ¿O no tenemos derecho a ser felices, alguna vez, aunque para vivir otro tenga que morir?

—Pero señor comisario, yo…

—¿Cuándo se va a dar cuenta de lo frágil que es la vida, Martina? ¿De lo precario que es el mundito que cada cual se construye como puede, para disimular la pena y la soledad?

Me acuclillé, azorada, incapaz de mantenerme en pie: el comisario compartía mis presunciones, sabía que la Sra. J. era culpable, pero no estaba dispuesto a hacer nada. Tenía una idea de justicia, cuanto menos, sui generis: nadie podría negar que era justo que la Sra. J. conociera, si no la felicidad, al menos la paz y cierto bienestar de una vez por todas; nadie podría tampoco negar que era justo que el Sr. J., a quien la vida no le resultaba mucho más que una exigencia de levantarse de la cama todas las mañanas, de lavarse los dientes, de hacer cuentas y juntar dinero porque es lindo ver cómo crece la pila de dólares en el fondo de la caja de seguridad, cediera su lugar en la tragicomedia de la existencia a la voluminosa Sra. J.

El comisario se asomó.

—Ojo m’hijita, la próxima vez, deje hacer el trabajo a los que saben y no meta las narices donde no le importa. Ah, ¿se acuerda del caso del rubio aquel, cuando usted se estaba llevando la evidencia a su casa?

Asentí.

—Bueno, quedó como muerte natural pero por ahí usted tenía razón, nomás. Vaya saber si el pibe no se había suicidado —suspiró. —Tome, para entretenerse. Ahí tiene la libreta que tanto le importaba, y ahora váyase y olvídese para siempre de trabajar en investigación. Le faltan uñas pa’guitarrera. Usted todavía se cree que el mundo se divide en culpables o inocentes y pará de contar.

 

Manoteé en el aire la libreta de tapas negras que un año atrás había precipitado el final de mi carrera. Me fui a casa y la leí con el apuro de quien está seguro de tener en sus manos la clave para comprender un enigma. Para mi desilusión, era una sucesión de breves apuntes de la facultad, arrevesadísimos dibujitos de birome en la mayor parte de las hojas, palabras inconexas y anotaciones bibliográficas; perdido en este lío de papel, lo único que encontré digno de atención fue el nombre y el número de teléfono de un tal Dr. Haroldo Unheimlich. Claro que, al igual que el de Tommy, el teléfono ya no pertenecía a nadie, y el nombre fue imposible de ligar con seña alguna que pudieran suministrarme las guías telefónicas.

Era cierto lo que me había dicho el comisario. Para mí no existían las medias tintas: no había “un poco pecadores” o “muy pecadores”: se era pecador o no se lo era; de la misma manera, las culpas repartían a la humanidad en dos bandos bien definidos, antagónicos, quizás complementarios, pero a todas luces separados como el aceite del agua.

Quizás fuera mejor seguir ahogando mis ambiciones en el mostrador de Modas New York City antes que andar impartiendo justicia en un mundo.

 

 

Parte I de La equivocación de Herr Doktor o El caso del hombre feliz , edición propia

 

Patricia Odriozola

Se define como trabajadora de la palabra: escritora, periodista, creativa publicitaria.

Publicó en Buenos Aires las novelas Dios era argentino (Nueva Generación, 2006); El brazo de tu madre (edición propia, 2009); La equivocación de Herr Doktor o El caso del hombre feliz (edición propia, 2011); Felisberto (Modesto Rimba, 2017), y el ensayo breve Apocalíptica & Centenaria: La fin del mundo en la Argentina de 1910 (Malvario, 2007).

Felisberto fue traducida al italiano y publicada por Orizzonte Atlantico en 2020, y actualmente está siendo traducida al inglés para su edición en EE. UU.

La novela  X un libro, todavía no publicada en el país, está en proceso de impresión por Ediciones Franz de Madrid, España.

Odriozola publicó también cuentos y relatos gráficos en antologías y revistas de España, EE.UU., Chile y la Argentina, y en 2018 y 2019 trabajó en el proyecto Historia Universal de los Dientes con una Beca a la Creación del Fondo Nacional de las Artes.

Recibió el Premio Letterario Internazionale Indipendente de Turin, Italia; el Primer Premio Federal en Letras de la Argentina; el Premio Olite Ciudad del Vino de la Cofradía de Navarra, España; y Mención Especial en el Premio Clarín de Novela 2000, además de haber sido finalista en varios concursos de narrativa en el país y el exterior.