Reseña de Verrugas borradoras por Ariel Pavón

Presentar el tercer libro de un escritor es una experiencia particular. No se trata de presentar al autor, como ocurre con una primera novela, ni tampoco de celebrar (a veces resulta un verdadero milagro) la aparición de una segunda. Presentar la tercera novela de Ismael Cuasnicú es comenzar a vislumbrar las constantes de una obra en construcción que, uno espera, continuará su desarrollo sostenidamente hacia una plenitud indefinida, es decir, siempre abierta.
En efecto, desde En el mismo río, la narrativa que Cuasnicú despliega luego en Por los reinos del mundo y revalida ahora en Verrugas borradoras hace gala de un trabajo infrecuente con el lenguaje, acaso el verdadero tema de su escritura, un lenguaje que burla los lugares comunes del decir y juega con todas sus resonancias, las fónicas, las sintácticas, las metafóricas. Los mundos que Ismael construye, los que funda, habría que decir, en sus narraciones, deslumbran por su defensa de la palabra poética, cuyo poder evocador, capaz de establecer asociaciones siempre sorprendentes, pertenece más a la lengua del poema que a la de la prosa, a la poesía, en suma, sea prosa o verso, ese linde de la palabra, en perfecta tensión entre el sujeto y las cosas.
Este es un tiempo de escrituras desabridas, más preocupadas por comentar una supuesta realidad -subjetiva u objetiva- preexistente, lo real como fenómeno disociado del lenguaje en virtud de su presunta elocuencia, como si la elocuencia fuese un don de la materia o de las emociones. La escritura de Ismael, por el contrario, va desde el lenguaje a lo real, para revelar su plasticidad. Pero de ningún modo Verrugas borradoras es una novela que pretende evadirse del acontecer caliente (en más de un sentido) en el que estamos sumergidos. Es una novela que ausculta el estado de la situación, acierta en su diagnóstico y da con el remedio, que no por imaginario resulta menos efectivo: en el lenguaje está el origen de la tristeza, de la decepción que pesa sobre el mundo, y también el destino de su salvación. De ahí el proyecto delirante de alterar, con un chip implantado compulsivamente, la lengua dominante. La no-lengua, más bien, ese sustituto de la palabra libre, acríticamente defendido como “libertad de expresión”, eufemismo que recuerda a los ministerios “del amor” “de la paz” “de la abundancia” que tan bien describiera Orwell en 1984.
El recorrido de Tomás por la ciudad en compañía de su amiga Anita, huidiza como todo objeto de deseo, traza el mapa de una Buenos Aires que conocemos, debajo de la cual parece vibrar otra, que presumimos, pero de la que no siempre podemos hablar, una ciudad habitada por hablantes de una lengua muerta; más que hablantes, propaladores de un discurso macizo y vacuo al mismo tiempo, capaz de sostener el complejo -y a veces intolerable- estado de cosas a fuerza de negar sus propias grietas, esos huecos donde podrían germinar, y no germinan, las dudas y las preguntas.
Sin embargo, ningún statu quo se mantiene por si mismo; es necesaria la intervención, consciente o no, de representantes específicos del poder, los agentes gubernamentales, en este caso, que verán en Anita, y en el don que le permite ver anacronías, una oportunidad para entregarse al oscuro goce de la explotación, y condenar, de paso, una singularidad, porque cualquier perturbación en la línea recta del pensamiento único, del que son guardianes, es una amenaza.
En este contexto, Tomás se propone como el caballero galante que aspira a salvar a su dama. Anita es acaso la sublimación del proyecto de revolución social que Tomás y su amigo Marcial pergeñan, que tiene a las verrugas borradoras como arma definitiva y al lenguaje clónico, inauténtico, como víctima principal. Los agentes con bombín, los Alfiles, los Peones, el chip que apaga el cerebro, el niño autista que sólo verdades incómodas puede decir, los árboles parlantes, el software César Vallejo, Anita, sus visiones y sus reticencias, Tomás y su persecución amorosa, son las piezas peculiares del ajedrez en que se convierte la Ciudad, donde se desencadenará el aquellarre final, cuya única salida posible es, otra vez, la mansedumbre del silencio, ese silencio que tal vez sea la aspiración de toda poesía.
La escritura de Cuasnicú, sin eludir ni el humor ni la reflexión, ha emprendido en Verrugas borradoras un nuevo viaje en busca del amor y la revolución (dos nombres para designar la utopía). Como en sus novelas anteriores, la resolución es melancólica, porque ésa es la postura que adopta el poeta cuando los afanes traen el cansancio que alienta el reposo. A él se entrega, a la luz de dos certezas, la de no haber alcanzado la meta de los desvelos y la de saber que, después de reestablecer el ánimo, y mientras los años lo permitan, volverá a partir.
Ariel Pavón
Nació en Buenos Aires, en 1974. Es Licenciado en Letras, escritor y docente. Se desempeña en diversas instituciones públicas de educación media y terciaria. Coordina talleres de lectura y escritura. Publica regularmente reseñas de literatura argentina en la revista Otra Parte y ha colaborado con otros medios gráficos. Es codirector de la revista Desconocida, que dirige junto a Ismael Cuasnicú. Es creador del podcast La palabra inquieta, enviado quincenalmente por Whatsapp desde 2020. Publicó las novelas Soltar amarras (El fin de la noche, 2009) y Apenas una tormenta (Gárgola, col. Laura Palmer no ha muerto, 2014).