Alquimias de agua
Enrique Wernicke (1915-1968) es un escritor de culto. A lo largo de su vida realizó diferentes trabajos para poder vivir porque nunca logró reconocimiento económico por su trabajo como escritor, pese a haber recibido varios premios. Estos, según él, lo inflaban de vanidad pero no le permitían ganarse la vida. Fue agricultor, titiritero, periodista y, sobre todo, fabricante de soldaditos de plomo. Estuvo afiliado al partido comunista, pero cuando escribió El agua —que fue publicada el mismo año de su muerte— ya estaba retirado en su casita de la ribera norte del Gran Buenos Aires.
El escritor y el protagonista de esta novela comparten edad, lugar de habitación y algunas cosas más, entre ellas, una inundación sufrida por Wernicke en su casa de La Lucila, en diciembre de 1963. Quizá, también, el carácter huraño.
Para muchas culturas, el agua simboliza la vida, es instrumento de redención y tiene el poder de borrar pecados. Desde el punto de vista de la física, tiene la capacidad de modificar la mirada sobre las cosas: las ondula, las aumenta, las hace más o menos nítidas. Tal vez estas dos formas de entenderla se corporicen en el texto: “En definitiva, era libre frente al agua” nos dice un narrador irónico, que no abandona nunca al protagonista y que no duda en aparecer de tanto en tanto, en hacerle recordar a quien lee que está ahí para contar la historia. “El autor pide disculpas. No conoce tan bien como desea a su personaje”, afirma, a poco de comenzar el relato. Este personaje protagónico es Julio Blake, quien toda su vida quiso hacer las cosas bien. Y estaba convencido de haberlo hecho así. Hasta que llegó el agua “(...) como una serpiente, una serpiente maligna”, y entonces, “(…) cambió el tempo de su vida”. Primero el desconcierto, el abandono de la casa, la espera para que el agua baje. Al regresar, las huellas del desastre. Y la impotencia para revertirlas. También, un cierto regodeo en la soledad. Blake construyó esa casa que parecía indestructible y, desde entonces, siempre convivió con alguien: al principio, su esposa Celina y después, su hijo Julio; pasados los años, se sumaron su nuera Bertita y sus nietas María y Gabriela. El disfrute de la soledad lo impulsa a apartar de su lado a quien lo quiera ayudar. Y, así, el desastre persiste.
El agua, en su embestida, desplaza los muebles, corroe, hincha los lomos de los libros, comba la biblioteca y pudre los alimentos. Y algo de esta destrucción —o, tal vez, todo— se contagia al protagonista. Porque la destrucción es, a veces, el primer paso para transformar algo y este hombre que “ha hecho siempre las cosas bien” comienza a dudar de sus certezas. ¿Y si Celina no lo amaba? ¿Y si lo engañaba con Nino, el vecino siempre sonriente? Y lo que podría haber sido el momento para reconstruir la casa, para salvar unas pocas cosas y limpiar el resto, inicia, en cambio, una vuelta al pasado. Un álbum de fotos, pegoteadas entre sí a causa de la inundación y que Blake sumerge en la bañera, conduce la narración hacia un eje que se aleja del realismo transitado hasta ese momento. El ensueño y la alucinación atrapan al protagonista que no puede —no quiere— soltarse y revive cada momento del pasado.
El estilo del autor, austero, cortante, construido con frases y párrafos cortos captura la atención desde la primera línea: “Él estaba seguro. Mejor dicho, ‘había estado seguro’. Y cuando dejó de estarlo, todo cambió”. El agua es la historia de ese cambio.
Mil botellas Editorial, rescató este texto del pasado. Yo lo conocí gracias a la recomendación de una chica, a la que estaré agradecida para siempre, que estaba en el stand próximo al de la Enero editorial. Leerlo fue volver el tiempo atrás. Al conurbano y sus personajes. Al ferrocarril pujante que recorría el país como un sistema sanguíneo. A un personaje difícil, capaz de expulsarnos y de provocarnos ternura en el mismo momento. A un autor ineludible.
Viviana García Arribas
Autora de Barrer de noche, Enero Editorial (2024)