Un amigo al que hace mucho que no veo Sigo sin saber de ti, de Peter Orner - Bruno Calagioni

Pocos autores me generan tanto entusiasmo como Peter Orner (1968). Lo descubrí hace algunos años gracias Chai editora, que tradujo su inclasificable ¿Hay alguien ahí?, y desde entonces se convirtió en uno de mis autores favoritos. Y ahora —el año pasado, en realidad, aunque para los tiempos de las publicaciones el presente se dilata varios meses—, la misma editorial tradujo su otro libro inclasificable, Sigo sin saber de ti, que funciona como una continuación de aquel: no sería exactamente una segunda parte, sino una especie de ampliación de ese mundo que ya conocíamos.
Digo que son inclasificables porque no son libros de cuentos ni de ensayos ni de análisis literario ni autobiográficos, sino un poco de todo eso. Tienen en común esa capacidad de gambetear los géneros establecidos, de tomar los mejores recursos de cada uno para ponerlos al servicio de la creación de algo distinto. En ambos permanece la voz, cercana y comprometida con lo que narra; las referencias a autores consagrados y marginales, mezcladas con hoteles, familiares, amigos, viajes y lutos; y las reflexiones sobre leer y escribir, que se extrapolan a la experiencia vital, a lo que nos hace humanos, como si la literatura y la vida fueran indistinguibles una de la otra: “Todos tenemos nuestros secretos. Algunos de ellos pueden estar escondidos en un libro”.
Pero también hay diferencias. Si en el ¿Hay alguien ahí? Orner hacía gala de sus recursos narrativos para combinar el análisis literario con escenas de lectura y retazos de su propia biografía, en Sigo sin saber de ti privilegia el recuerdo y la memoria como organizadores de las entradas, ninguna de las cuales supera las cuatro páginas. Esa brevedad permite que la historia personal vaya tomando forma y se construya de a retazos, casi que a los golpes, con pocas palabras que dicen mucho. Me cautiva —no sé si ese es el verbo exacto, pero no se me ocurre otro mejor— esa habilidad, reservada solo para algunos escritores, tal vez porque es algo que me gustaría saber hacer. No cualquiera puede afirmar, de repente, refiriéndose a las relaciones de poder dentro de su familia, como si no fuera una verdad absolutamente reveladora que: “En una mesa redonda nadie se sienta a la cabecera”.
Además, hay otra cosa que hace Orner que no cualquiera hace bien: hablar sobre sí mismo sin victimizarse ni querer ser el centro de atención. Su historia, o la de su yo ficcional, vaya uno a saber, funciona solo como un telón de fondo que le sirve para hilvanar todas esas líneas de pensamiento que al principio parecen caóticas, pero terminan por armar sentido. Es el sujeto que narra el que se construye a partir del texto, y no al revés.
Vuelvo al libro mientras escribo estas líneas. Paso rápido sus páginas y, en casi todas, me encuentro con frases subrayadas: ese es el indicador que me sirve para medir cuánto me gustó. Mi itinerario lector es cuanto menos caprichoso y está casi siempre guiado por la voracidad, así que muchas veces me cuesta recordar las historias, se me superponen, solapan y borran, como los médanos que cambian de forma por culpa del viento. Y convengamos que, por una cuestión de capacidad de retención, me sería realmente imposible recordar cada una de las 107 entradas que lo componen. Sin embargo, me queda la sensación, ese gustito que permanece una vez que termino un libro, que algunas veces dura un tiempo y otras toda la vida. Y yo siento que leer a Orner es como visitar a un amigo que hace mucho tiempo que no veo: quiero saber cómo está su hija, qué pasó con su mujer, cómo sobrelleva el duelo por la muerte de su padre; quiero que me cuente más sobre sus lecturas y qué piensa sobre el arte de escribir.
Esto último es algo que reaparece constantemente, aunque de manera lateral, como un complemento al pasar de lo que se está contando. ¿Por qué escribir? ¿Por qué tomarse el trabajo de sentarse frente a una hoja en blanco —física o virtual— y pasarse horas tratando de construir un texto que pueda transmitir algo? ¿Qué es lo que nos obsesiona? Yo también comparto esas inquietudes, y quizá por eso me siento interpelado. Creo que hay un impulso irracional que nos guía a quienes escribimos. Ese impulso, con el paso del tiempo, se va volviendo vital, y llegamos a cierto punto en el que nos falta algo si no lo hacemos. Contamos historias porque de eso se alimenta nuestro espíritu desde tiempos inmemoriales. Y no solo eso: “Estamos desesperados por contarlas antes de que sea demasiado tarde”, dice Orner, “somos capaces de contársela incluso a alguien que ya no nos presta atención, que tiene un lugar mejor donde estar. Quizás algo de lo que digamos perdurará, será recordado”.
Yo creo que sí, Peter. Yo creo que sí.
Bruno Calagioni
Autor del libro de cuentos Eso que teníamos en común