Costa de oro - Hernán Vanoli

En la playa, hombres con chombas y medias blancas juntan los desechos del día anterior en enormes bolsas de nylon rojo. Andrade prepara café en la cocina del departamento. Encerrado en el baño, mientras se hace buches de forma tan ruidosa como siempre, Yacuzzo fantasea con una huida romántica: irse al interior del país con alguien como Linger o como Ordóñez, o con cualquiera que al menos tenga la mitad de los tatuajes que Ordóñez tiene distribuidos en su piel cetrina. El televisor, sin volumen, escupe su reflejo sobre el mantel a cuadros de la mesa del living. Mientras Andrade busca azúcar en el fondo de la alacena, Yacuzzo se mira en el espejo de bordes oxidados: algunos kilos más que el último año, puede ser, crece el desierto de lunares y traslúcidas venitas moradas donde alguna vez hubo unos abdominales bien torneados, nuevas arrugas en la frente y sobre los labios, pero al menos no puede quejarse de los dientes nuevos. Se pregunta qué pasará con sus pertenencias una vez que reciba la citación a una Ciudad de Platino, no todas sus cosas sino sólo aquellas que, al igual que sus dientes, están recubiertas de oro. Hacerlas fundir y mandar a hacer una pequeña estatua en el Parque de los Sueños (¿pero cuál era su sueño?), enviarlas a un paraíso fiscal (¿cuánto en comisiones?), regalárselas a alguien que valga la pena (¿Plata, Cobre, Estaño?) antes de que sea demasiado tarde, primero conocer a alguien que valga la pena, buscar en internet sin que Andrade se entere de nada.
Cuando Yacuzzo lava sus manos por segunda vez, su iPhone le notifica que es día de asado. Con razón, por eso Andrade se levantó tan temprano, cuando hay asado se le alteran los nervios. De pronto Yacuzzo siente el olor del café, café quemado, tostadas, quiere comer tostadas pero sabe que no hay pan, quiere ir a comprar pan pero sabe que los días de asado no hay que desayunar nada sólido, quiere vengarse de Andrade pero ya no se acuerda muy bien por qué, algo relacionado con una mascota muerta o con un regalo que Andrade le debe. Saca bronceador del botiquín y empieza a desparramárselo por los hombros, el cuello, las clavículas que apenas pueden distinguirse; lechosas vetas doradas estacionadas en los ángulos de su tórax pronto se hacen invisibles. Vengarse de Andrade: los motivos no importan, importa que sufra, aunque sea un poco. Se le eriza la piel. Desde el living, Andrade le avisa que el desayuno está listo.
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Yacuzzo abre la persiana con lentitud. Afuera hace mucho calor, y de a poco puede verse el mar gris, sin olas, una franja de asfalto que el sol destiñe. Las redes de vóley ya fueron retiradas, y grupos de guardavidas y de voluntarios toman agua mineral mientras con la ayuda de enormes rastrillos facilitados por los balnearios juntan arena para construir las plataformas. En el balcón, dos toallas idénticas con dibujos de palmeras fosforescentes tiemblan bajo hileras de broches de plástico. Apurate que se enfría, dice Andrade. Yacuzzo no responde. Al darse vuelta pregunta: ¿no trajeron las pastillas hoy? Andrade lo mira, la taza vacía en su mano derecha: hay asado, chequeá el teléfono. Yacuzzo le dice ah, claro, y se queda con la vista fija en la tele. En ese momento, dos golpes a la puerta de madera: llegó el pedido de Amazon Prime. Andrade se pone de pie, apoya su taza en la mesa y lo va a buscar. Cuando Andrade llega con el pedido sostenido entre sus brazos, Yacuzzo pregunta si está todo bien. Parece que sí, contesta Andrade, y apoya el paquete sobre la mesa. Al abrirlo, un sobre de plástico transparente que contiene dos parches autoadhesivos decorados con brillantina. Son finos, piensa Yacuzzo, y se pega uno justo en el hueco donde nace el cuello.
Comparten el ascensor con la pareja del departamento de al lado: ambos usan anteojos negros y tienen colocadas estrellas de brillantina en medio de sus cuellos. Andrade piensa que parecen bancarios o cocineros; nunca puede recordar sus nombres. El hombre carga un termo de aluminio azul que sobresale de su bolso marinero; la mujer, dos reposeras de tela transparente. Ya en la planta baja, tras un descenso en el que a nadie se le ocurrió qué decir, los vecinos sacan del bolso un gato embalsamado. Nos lo mandaron de Amazon esta mañana, no sabemos si fue un error, vamos a ofrecerlo para el asado, dicen. Después saludan y caminan en dirección a las cocheras. Andrade responde con un gesto y entre dientes dice apuráte que falta poco y no va a quedar lugar. Molesto, Yacuzzo le pregunta si quiere que salga corriendo y les haga una zancadilla. Sin perder tiempo cruzan la costanera y llegan a la playa. Con las ojotas todavía puestas, no sin dificultad avanzan en dirección a la plataforma. Yacuzzo ve mujer de figura escultural que toma con las dos manos el caño de su sombrilla para intentar clavarla en la arena, nene de unos cinco años que come un helado que parece de naranja, hombre de ojos azules que fuma sentado en una lona, otra mujer que se pasa bronceador en las rodillas, otro hombre dorado que transpira mientras sopla en el orificio de goma de una pelota inflable. Una vez frente a la plataforma, un rectángulo de arena ya rodeado por lonas pintadas con el logo de Monsanto, los guardavidas les escanean el iphone para comprobar que no deberían estar en el Centro con el resto de los clones y les asignan un lugar luego de asegurarse con una rápida maniobra táctil de que los adhesivos no son falsificados. Andrade y Yacuzzo se sientan a esperar en las típicas sillas con respaldo de mimbre. A unos cincuenta metros, otra cancha de voley sin red y otra plataforma, en este caso con el logo de Farmacity, y más allá otra con el de Colgate-Palmolive, y otra, y otra.
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Desde lejos empiezan a escucharse la música y la voz del sacerdote. Se pide silencio; como algunos no obedecen los guardavidas tocan el silbato. Al fin, desde los parlantes incrustados en los postes de luz se escuchan tambores y a lo largo de toda esa Ciudad de Oro hombres con chombas transpiradas colocan largas parrillas con restos de grasa fría y polvo de brasas en medio de cada plataforma. Tras un corto silencio se coloca la leña y uno de los encargados activa el minúsculo reactor que posibilitará un fuego decente sin perder tiempo. Antiguos filamentos de carne empiezan a crepitar sobre la chapa acanalada y algunas moscas acuden al festín. Yacuzzo tiene ganas de ir y limpiar un poco la parrilla, papel de diario o media cebolla pinchada en un tenedor. Andrade no tarda en sentir el olor a asado y se le hace agua la boca; achuras resucitadas viborean en su mente, el néctar de la juventud. Minutos más tarde la muchedumbre empieza a mirar hacia la costanera: detrás de las camionetas que transportan a los elegidos, varios grupos de clones saltan con pasos de baile y gritos eufóricos. Los ciudadanos, algunos todavía recostados en reposeras de plástico, observan la procesión con silencioso entusiasmo. Muchos recuerdan sus épocas de juerga, otros buscan y saludan a hijos, sobrinos o nietos entre los recién llegados, algunos se ponen de pie y cargan a los niños en sus hombros para que vean mejor. Yacuzzo piensa que en la procesión hay varios ciudadanos que eligieron desclasarse, y que en lugar de en el desfile deberían estar sentados junto a ellos. Jamás pudo entender esos impulsos.
Los adhesivos con brillantina que todo el mundo usa empiezan a producir destellos tornasolados que nadie se preocupa en disimular. Para dar inicio a la ceremonia, el sacerdote presenta a los elegidos que, como siempre sin ropa, viajan atados en la parte de atrás de la camioneta. Dos chicas, morocha y pelirroja, y un muchacho bastante gordito sonríen bajo las vendas que les cubren los ojos. Saben que si logran escapar, y hubo varios que lo lograron, los espera un pasaporte y un departamento en alguna Ciudad de Aluminio, abandonarán su estatuto clon. El público aplaude; los elegidos intentan levantar los brazos en agradecimiento pero alguien ajustó demasiado las cuerdas. Andrade nota que en las filas de adelante algunos dejaron de aplaudir y, ya de pie, empiezan a entrar en la plataforma. Sin darle tiempo a nada, Yacuzzo los imita y busca ubicación junto a dos mujeres que hacen topless. Andrade le pide que lo espere un segundo, pero Yacuzzo ya está demasiado lejos para responder.
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La camioneta estaciona sobre la arena. Después de haber controlado que todos los presentes estén bien distribuidos al interior de la plataforma, los guardavidas cargan a los elegidos, cruzan el cerco humano y ya frente a la parrilla ubicada en el centro se ocupan de sellarles la boca con trapos de seda y de reforzar bien las cuerdas que rodean sus extremidades. Morocha y pelirroja son ahora dos anguilas recién sacadas del agua que se retuercen mientras el gordito mira hacia el cielo sin esperar ningún milagro. Los guardavidas tocan el silbato, y a lo largo de la costa cientos de miles de adhesivos terminan de encenderse en los cuellos de los veraneantes. Yacuzzo parpadea, la luz es cada vez más fuerte. Busca a Andrade en la fila perpendicular a la suya; después busca en la paralela pero ya no puede distinguir nada, ninguna otra cosa que las figuras geométricas y de animales que se preocupa memorizar para cuando le toque llenar el test que van a entregarle una vez terminada la ceremonia. Vista desde afuera, cada plataforma parece una estrella en proceso de formación. Andrade mira hacia el cielo y después mira a su alrededor pero tampoco llega a ver nada, ni al resto de los que esperan ni a las parrillas ni a Yacuzzo, ninguna otra cosa que nubes de luz en tonos pastel y de fondo, como si estuviera en una de las discotecas a las que asistía en su niñez, las figuras de siempre dibujadas en el aire: tubos de neón en forma de chanchos salvajes (no poner jabalí en el formulario), automóviles o figuras geométricas en tres dimensiones. De pronto se siente mal, una arcada, estira los brazos y a cada lado se encuentra con manos solidarias que lo salvan de caer al piso. A unos metros, transpirado por estar cerca de la parrilla, Yacuzzo repite una canción que le gustaba hacía unos años con la boca a medio abrir, en trance, como si los exámenes no le importasen en lo más mínimo, pero en realidad lo hace para distenderse porque sospecha que en ese mismo momento Andrade se burla de él, que está con un hombre y que ambos se burlan de su poca memoria visual.
Después de un tiempo, las luces despedidas por los cuellos empiezan a apagarse. Todo el mundo se quita el adhesivo y lo tira al suelo; algunos se frotan con suavidad la huella marrón de pegamento. Los elegidos ya fueron cocinados, segmentados (once segmentos por cuerpo, el once es número santo) y enterrados como corresponde, en un radio de ocho metros alrededor de la plataforma. Los límites de ese radio suelen ser difusos, pero también incapaces de empañar la felicidad de comerse un buen asado. Además, los hombres de chomba ya retiraron las parrillas de las plataformas y los niños descansan en carpas vacías con la ayuda de narcóticos fortificados con calcio y vitamina E. Andrade tiene cada vez más hambre, pero por suerte el viento empieza a despejar el humo y el olor a carne. Los guardavidas tocan el silbato; todo el mundo empieza a escarbar en la arena como puede. Puñados de espontáneas comunidades de buscadores se organizan para sacar de sus bolsos palas y rastrillos de plástico a lo largo de toda la costa. Andrade se suma a dos mellizos adolescentes y a una mujer canosa que lo irrita un poco; ve que Yacuzzo excava junto a una de las mujeres sin corpiño, un gordito muy similar al elegido pero quizás un poco más joven y un hombre mayor que usa guantes de látex para protegerse las manos. Yacuzzo tiene miedo: el hombre de guantes le dice que hace tres asados que no encuentra nada, la boca pastosa y en los ojos lagañas de frustración. Con una sonrisa, la mujer le pide que por favor ponga buena voluntad. A unos metros, un grupo de cuatro hombres que visten musculosas (entre los que Yacuzzo identifica a su vecino del termo de aluminio azul) parece haber encontrado algo y pide autorización para retirarse al bar del balneario. Los guardavidas les entregan aderezos, cubiertos con mango de oro que luego deberán devolver (pena de muerte para aquel que robe oro) y formularios antes de llamar por sus walkie talkies para autorizar su salida del área que rodea a la plataforma. A unos metros, tres ancianos forcejean con una chica rubia por un pie en el que aún se distinguen uñas pintadas de rosa.
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Horas más tarde, Andrade se despide de su grupo con besos en la mejilla y se pone a deambular por uno de los balcones del balneario mientras espera el reencuentro con Yacuzzo. Prefiere no mirar hacia la playa; tampoco tiene ganas de ir al baño. Cuando al fin ve que sube por una de las escalinatas junto a sus compañeros siente las suaves cosquillas del aire al inflar sus pulmones mientras piensa menos mal que esta vez nos tocó a los dos. Yacuzzo y la mujer sin corpiño se encargan de lavar lo que encontraron; cuando terminan sus compañeros ya consiguieron una mesa con vista al mar y servilletas de papel. Con tranquilidad, Andrade se pone a completar el formulario sobre una baranda de madera, junto a una pareja que comparte un cigarrillo. Ahora sí, pierde un poco de tiempo en mirar a los que todavía buscan a lo largo de toda la playa: los grupos rezagados empiezan a desarticularse. Aquellos considerados responsables de la mala racha terminan por revolver solos, sin demasiadas esperanzas. Proliferan los arañazos y las patadas; un hombre enrosca la cabeza de un anciano con su brazo musculoso y con el puño cerrado le pega golpes cortos en la cabeza. Al poco tiempo una mujer se le cuelga de la espalda: los guardavidas prefieren no intervenir.
Más tarde, sin interesarse demasiado por la resolución del conflicto, Andrade se acerca a la fila de los que devuelven sus cubiertos. Yacuzzo justo terminaba el trámite y sonríe antes de acercarse. Andrade percibe que Yacuzzo esconde algo (¿un poco de carne? ¿un tenedor?) dentro del bolsillo de su short de acetato, pero tiene miedo de que sean alucinaciones, como las del personaje de una película que vio la semana pasada en Netflix, y entonces decide no abrir la boca. Hacen la digestión en silencio; ninguno tiene ganas de fumar. Después van juntos hacia la orilla y deciden bañarse. Al salir comparten la toalla que retiraron de alguna carpa y se toman un licuado bien frío. Por la noche, esperan a que sean las doce y entran a un restaurant de comida vegetariana que no conocían y salió recomendado en una aplicación para parejas. Mientras brindan con piña colada, Andrade piensa en proponer unas vacaciones en la montaña, mucho trekking y de ser posible aladelta, pero por el momento prefiere mantener el silencio y disfrutar de la mirada de Yacuzzo, más encendida que de costumbre. Tras haberse llevado platos con restos de chauchas y de fideos verdes, el mozo pregunta si quieren algún otro cocktail; como nadie contesta se retira quizás un poco ofendido. Andrade acerca su silla a la de Yacuzzo para dar inicio a un intercambio de caricias que desemboca en una serie de besos en el cuello. Yacuzzo se estremece: el suave tironeo de las manos de Andrade al revolverle el pelo, cerrar los ojos para concentrarse en esa lengua áspera que ahora le barrena los labios. Cuando responde al jugueteo, los dientes de Andrade se cierran sobre su lengua: las piernas se le aflojan, lo salado de la propia sangre le llena la boca.
Hernán Vanoli
Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1980. Estudió Sociología y cursó el doctorado en Ciencias Sociales en la Universidad de Buenos Aires. Ha sido docente de la UBA y de la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS). Ha participado en el grupo editor de la revista Crisis, y es colaborador de Página 12.
Es fundador de la Editorial Tamarisco.
En 2009 publicó sus primer libro de cuentos Varadero y Habana maravillosa, y le siguió Castores y en 2015 Cataratas. En 2011 la novela Pinamar y en 2017 Pyongyang.