Desvelados - Marcelo Arias

Vida de perro

 

Prendió el velador de golpe, habituado a la tragedia cotidiana de no poder dormir. De poco servían los tapones de silicona que se ajustaba en los oídos antes de acostarse; tampoco ayudaba gran cosa que se pusiera boca abajo, con la almohada sobre la cabeza. No había caso. Todas las noches, el perro ladraba hasta el amanecer.

 

Hacía un año que habitaba ese monoambiente cuya ventana daba a una calle tranquila, en un barrio periférico de la ciudad. El día que se mudó, luego de ordenar los pocos muebles que tenía, subió a la terraza común del edificio en el octavo piso. Se asomó a la baranda que daba a la calle y lo vio desde la altura: correteaba atrás de una pelota en la terraza de una casa vieja, en la vereda de enfrente. De tamaño intermedio, de raza indefinida, en ese momento no pudo imaginar que, sólo un mes después, descartaría la opción de tocar el timbre para manifestar una queja respetuosa y se inclinaría por una medida que le pareció más sugestiva y, por ello mismo, tal vez más eficaz: cruzó la calle y por debajo de la puerta de la casa deslizó una hoja A4 en la que, con un fibrón de trazo grueso y unas mayúsculas deliberadamente tortuosas, había escrito:

 

HAY QUE CALLAR AL PERRO DE LA TERRAZA.

MEJOR SI SE ENCARGAN SUS DUEÑOS.

 

Pero no había funcionado. O no leyeron el mensaje, o lo desestimaron. Porque, cada noche, ese ladrido ronco, disfónico, le arrebataba el sueño. Lo indignaba la persistencia de una acción tan desganada. Porque era un ladrar displicente, que no parecía expresar ningún tipo de necesidad y en el que intuyó el propósito explícito de arruinarle la vida, de condenarlo al espanto irremontable de, casi todos los días, ir a trabajar sin dormir.

 

El velador parpadeó, como si la lámpara se estuviera por quemar. Él se quitó los tapones de los oídos y miró el reloj de la mesa de luz. Permaneció unos minutos sin advertir que, por obra del hartazgo acumulado, la idea difusa que se le había insinuado entredormido ya era un plan a ejecutar en la vigilia.

 

Se levantó, fue a la cocina, abrió la alacena y sacó el frasco grande de Nescafé, que estaba casi vacío. Lo llenó de agua, enroscó la tapa roja de plástico y abrió la puerta del departamento. Subió por la escalera el piso que conducía a la terraza, empujó la puerta metálica y salió al aire de la noche otoñal.

 

Sin prender la luz se asomó a la baranda y pudo ver, siete pisos más abajo, entreverada por las hojas del sauce de la vereda de enfrente, la terraza de los vecinos infames. La poca luz del alumbrado público sólo le permitió reconocer los bordes de las paredes, los límites del amplio cuadrilátero en el que debía concentrarse y por el que, cada noche, deambulaba a oscuras el perro que en ese momento había dejado de ladrar y cuya silueta no alcanzó a distinguir.

 

 Se quedó quieto unos segundos. El cielo estaba nublado, la noche era fresca, el barrio dormía. Se alejó un metro de la baranda, los cinco dedos de la mano derecha aferrando el frasco de vidrio, el brazo en alto que se estira hacia atrás, hasta su máxima longitud, y el lanzamiento furioso, desesperado. El frasco lleno de agua que empieza a volar y una inmediata comprobación que lo paraliza: salió despedido a menor velocidad de la que imaginaba, lo que le hizo temer que no llegara a destino. Se alejó de la baranda caminando hacia atrás, esperando el estallido de vidrios que no se produjo. Sólo se escuchó un ruido sordo, quedo, indescifrable.

 

Abandonó la terraza con el corazón galopando en el pecho, como si hubiera recibido una descarga eléctrica de conciencia. Bajó la escalera y se metió en el departamento. Mientras cerraba la puerta con dos vueltas de llave, por primera vez pudo formularse con claridad cuál había sido su objetivo: la explosión del frasco sobre las baldosas anaranjadas de la terraza, el susto de los vecinos y un cambio de rutina a partir de entonces: ya no más el perro de noche, en la terraza oscura, a la intemperie de cualquier naturaleza.

 

 Pero eso no había ocurrido. No hubo explosión de vidrios contra el piso.

 

Se preparó un té de tilo con las manos temblorosas y, sentado en una banqueta de la cocina, se preguntó si no habría matado al perro. Por un momento la idea lo sofocó, le apretó fuerte la garganta. Pero enseguida encontró alivio en una razón estadística: era poco probable que hubiera tenido tan desgraciada puntería. Tan poco probable que resultaba imposible, pensó sin mucho rigor. Se refugió en este razonamiento de tal modo que no se puso a evaluar dónde pudo haber caído el frasco, ni mucho menos se le ocurrió preguntarse si acaso no habría impactado, por ejemplo, sobre algún caminante nocturno.

 

Decidió acostarse. Apoyó la cabeza en la almohada y notó que el perro no había vuelto a ladrar. Apagó el velador y trató de recuperar la calma, la relajación. Respiraba hondo, contenía el aire, exhalaba con lentitud. Pronto supo que no podría dormir hasta que no escuchara al perro; hasta que no pudiera alejar el fantasma de haberle roto el cráneo con un frasco de Nescafé lleno de agua. No reparó en la paradoja de que, de allí en más, sería difícil dormir ya fuera que el perro ladrara o que no lo hiciera.

 

Fue al baño y se mojó la cara, las orejas, la nuca. Tomó agua del pico de la canilla y se miró al espejo. Abrió el botiquín, extrajo un blíster y, de regreso a la cama, se tomó la pastilla que una hora después finalmente le permitió conciliar el sueño.

 

Y durmió profundo. Por eso no escuchó el despertador a las siete quince, ni mucho menos el timbre del portero eléctrico que, con insistencia, empezó a sonar a partir de las ocho.

 

 

Marcelo Arias

Nació en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Es Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires, Magíster en Ciencias Sociales y Humanidades por la Universidad Nacional de Quilmes, Profesor Titular de la cátedra de Análisis del Discurso en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, Docente de Lingüística en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad Nacional de Moreno. Como investigador y analista del discurso, es autor del ensayo La noticia televisiva: resplandor de un discurso inquietante (Buenos Aires, Biblos, 2014). Sus libros de ficción son La barrera del sonido (Buenos Aires, Modesto Rimba, 2016) y Un mundo estrecho (Buenos Aires, Modesto Rimba, 2018).

 

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