Vida interior-Federico Jeanmaire

 

Yo, ella, esta lectora (cualquiera de las tres porque somos la misma) estuvo sentada en el balcón de un hotel, con una botella de chardoney por las noches y, acaso un termo de café, durante algunas mañanas. O unos mates.

¿Por qué no?

Quizá no, porque durante esas mismas noches estuvo enfrascada en una novela llamada Vida interior y de paso se pegó un viaje hacia su propia vida interior; sin poder dejar de mirar la tapa, la foto de la tapa de la novela. Sin poder dejar de pensar, cada vez que miraba esa imagen que tal vez, esas puertas con sus marcos eran ranas de hojalata. O Axolotls. Porque los axolotls necesitan salir a respirar a la superficie o hundirse en las aguas profundas por la misma razón, respirar.

Así como el protagonista, él, ese hombre, el a veces narrador observa y se bebe la mexicanidad que rodea la plaza de Monte Albán, frente a la catedral de Oaxaca, esta lectora decidió que en su lugar no absorbería tanta intensidad mejicana porque después hay que sumarle más culpas a la culpa original, la de no haberse enamorado. Y menos mal que en esa plaza no estaban los mariachis; en ese caso me hubiera sentido terriblemente ajena e insensible, demasiado argentina, incapaz de amar dramáticamente a alguien que lo dejaría todo por mí.

Esta lectora tuvo unos deseos enormes de dejar la novela ni bien comenzó su lectura. Sintió ahogo. Vio su reflejo atrapado en un cuarto de hotel sin posibilidades de vislumbrar una salida cercana.  Pero no porque haya estado alguna vez en ese hotel, o en Oaxaca. Sino porque vivió una situación semejante alguna vez. Los dilemas nos polarizan la vida.

¿Habrá que ponerse de parte de alguno de los dos personajes de esta historia?

Ella sí (la lectora). Lo entendió cabalmente. Así como las personas procrastinan, postergan, se evaden; otras,  presionan, ahogan, invaden. Listo. Ya lo dije. Lo que no sé es cuál de los dos extremos resulta  más insoportable o más fácil de sobrellevar.

La dilación del protagonista, narrador, el turista,  es exasperante. Más de la mitad de la novela una quisiera decirle tantas cosas, empujarlo, decidirlo a que haga cosas, cosas que una haría más por sentido común que por convencimiento. En cambio él, imperturbable. La mirada clavada en la plaza, trasladando su propia tensión a dos lustrabotas que ni les importa nada el uno del otro. Y a veces se trata de eso. Quizás a los protagonistas les pasara eso. Que no les importara nada el uno del otro; entonces así, tensionar hasta romper.

Por suerte,  el turista  atina a salir a conocer los alrededores del hotel. Y decide tomar o «correr» un temazcal. Sería  como un viaje al centro de la tierra o al centro de uno mismo, una especie de baño de vapor con fines sanadores. Algo que en México conserva su nombre en lengua náhuatl (aquí le hubiéramos volado su nombre original y puesto uno más chic, tipo spa con música chill out y baños sauna seco, húmedo, finlandés, o vaya a saber qué más, acompañado con té verde o chai especiado con cúrcuma). Pero,  afortunadamente,  un chamán lo recibe y lo pone (al turista) en contexto cultural, antropológico y filosófico; verosímil, exquisito.  Como todo lo que le ocurre durante esa travesía; desde los hechos en sí,  hasta la manera en que están contados.

Esa palabra. La palabra y su tratamiento. Todo un sintagma anclado en las virtudes de nuestro paradigma lingüístico español. Una sola palabra narrada, descripta, elevada con maestría, empanada por todos los registros. Impecable, ágil, erótica, mística…

A partir del viaje sanador, se me fueron los ahogos, las sensaciones de malestar e identificación con el narrador, personaje, turista. Hice mi propia catarsis y continué la lectura por las ranas de hojalata que me faltaban leer, liviana. Sanada. Liberada la lectora, capaz de llegar a la última página con un trago de mescal (sin gusano,  para mí).

Hasta el boicot final. Aún no sé si le hubiera pedido a alguien que me ate a una silla, que me ponga una mordaza en la boca o que me compre un pasaje de avión a la China. Y que nadie me encuentre.

Una novela brillante. Un viaje íntimo, atravesando puertas, ranas. Hasta llegar a nueve. Y volver a mirar la foto de la tapa y quedarse pensando « ¿qué hay al final?».

 

Andrea Cisneros

Autora de El espiritu de la niebla

Enero editorial 2024