Voces que son piedras

“Como quien, al hablar de flores, dejara de lado tanto la botánica como el arte de los jardines y de los ramos –tendría aún mucho que decir-, así, por mi parte, olvidando la mineralogía, descartando las artes que hacen uso de las piedras, hablo de las piedras desnudas, fascinación y gloria, donde se oculta y al mismo tiempo se entrega un misterio más lento, más vasto y más serio que el destino de una especie pasajera.”

Sándor Márai, o el santo a la espera de los cuervos

Los lectores aman las historias de ascenso, muerte y resurrección. Dan fe de ello los mitos griegos, la Biblia, Shakespeare e incluso las oligofrénicas crónicas deportivas de estos días. ¿A qué se debe esa necesidad del hombre por llevar al héroe al paraíso, después degradarlo hasta el último infierno para, al fin, salvarlo y redimirlo? Tal vez nunca lo sepamos, pero es evidente que en las historias de auge, derrumbe y vuelta a la vida, el ser humano encuentra sosiego a cierta pulsión eros/pathos que lo acompaña desde siempre. Pero… ¿qué ocurre cuando el héroe cae en el ocaso y la resurrección nunca llega? ¿Qué papel juega el hombre, el lector y la sociedad entera, cuando se entierra en vida a uno de los mayores artistas de su tiempo y se lo deja agonizar por décadas hasta el día de su muerte?

Manuel Mujica Lainez, o el lector cómplice (1)

Entre los cuarenta y dos relatos de Misteriosa Buenos Aires que, a modo de un vasto tapiz, despliegan la historia de la ciudad desde su fundación hasta los primeros años del siglo XX1, descuella uno que sume al lector en el hondo deleite que invariablemente provoca la obra de impecable factura. Nos referimos a “El ilustre amor”, cuento al que procuraremos aproximarnos a través del presente trabajo.